El adiós a Joan Manuel Serrat

Desde el primer día en el cual se anunció la gira de despedida de Serrat, los amantes de su arte sabían que llegado el momento, la emoción, el aplauso y las lágrimas serían parte de la velada. Como si fueran un engranaje más de la escenografía que sustentaría el espectáculo. Nano volvía a los escenarios después de la pandemia y era para despedirse.

Y nadie que haya pensado eso se equivocó. El show estuvo en ese limbo entre la realidad y el sueño, entre lo palpable y lo intangible. Entre risas y lágrimas.

Es que el artista catalán tiene una conexión muy fuerte con el público, una intimidad hermosa con las miles de personas que colmaron la tribuna Olímpica del Estadio Centenario. Lugar mágico para los uruguayos donde se gestaron épicas deportivas que marcaron a fuego la identidad charrúa. Pero no solo de épicas futbolísticas está teñido ese templo. Los más grandes artistas nacionales e internacionales han tocado ahí. Ese cemento es testigo silencioso del sentir uruguayo. Es parte de la identidad.

Crónica de un último concierto

La tarde caía cálida sobre la ciudad de Montevideo. El sol, que poco a poco iba a visitar otras tierras, dejaba paso al cielo oscuro. Algunas estrellas comenzaban a aparecer y en el estadio ya se respiraba un aire cargado de emotividad. El día había llegado. Nano venía a decir adiós.

La gente fue llenando el sitio. Las caras sonrientes, los ojos ansiosos de todas las edades, gritos de vendedores, el murmullo de las almas, el sonido de algún avión que a los lejos llegaba o partía de la capital uruguaya, era la banda sonora de la previa al show.

Pasaban algunos minutos de las 21 horas cuando las luces azules del escenario se encendieron y los músicos comenzaron a tocar los primeros acordes de ‘Dale que dale’.

Joan Manuel salió del fondo del escenario y las luces de los celulares fueron como pequeñas estrellas que se agitaban inquietas. La ovación bajó de la tribuna, y Serrat abrió sus brazos como queriendo abrazar a la multitud. Sonríe, hace una reverencia ante la ola de aplausos, se ajusta el saco y va hacia el micrófono.

“Dale al aspa, molino, hasta nevar el trigo. Dale que dale, dale que dale, dale que dale; dale a la piedra, agua, hasta ponerla mansa.”

La despedida había comenzado. Luego de una presentación magistral, el músico se tomó un tiempo para hacer algo que se le da muy bien y es conversar con el público. Bromeó sobre su “último concierto”.

“No sé qué le han dicho a ustedes para que vengan – decía – pero a no ser que yo… Pum! (y hace un gesto de caer al suelo), hoy no es mi último concierto, aún me quedan algunos más por hacer en la gira”. La viola Ursula Amargós comenzó a tocar una melodía con aires de nostalgia. Eran los acordes de ‘Mi niñez’, tema que fue recibido con otra ovación. Cantó y una vez terminada la canción las luces del escenario se apagaron.

En la pantalla apareció una foto, antigua, en blanco y negro. Un señor bastante mayor, con una boina que corona a su cabeza. Una mirada de ojos caídos y traje, nos observaba a todos. El foco de luz del “seguidor” iluminó a Serrat.

Él es mi abuelo, dijo. ¿No me parezco?, preguntó y acto seguido se puso una boina igual a la de la foto. ¿Ahora si me parezco?, continuó.

“Mi abuelo nunca existió porque su partida de bautismo, su licencia de matrimonio se perdió en el incendio de 1931 cuando la iglesia de su pueblo ardió. Y tampoco existe partida alguna de defunción, (hizo un pequeño silencio) los franquistas que lo fusilaron tiraron su cuerpo por un barranco, jamás lo recuperamos. Pero seguimos buscando”

Un atronador aplauso hizo temblar el cemento del colosal Estadio Centenario. Suavemente, como llegando de un lugar lejano y sombrío, el sonido de un piano comenzó a tocar ‘Lucia’.

La emoción en los ojos del artista se contagió al público, que escuchaba en silencio esa voz catalana tan única, tan inconfundible. Joan Manuel Serrat, tan él. Tan de todos. Tan Serrat.

Las primeras canciones fueron una muestra de lo que sería la noche: emoción, intimidad y conexión. Serrat cantaba y de a ratos se daba tiempo para contar alguna anécdota. O para recordar a sus amigos uruguayos, entre ellos al escritor Mario Benedetti, fallecido en el año 2009. Poco a poco la noche se volvía arte en la persona de Serrat.

Luego de algunas canciones, el catalán presentó a sus músicos: Ricard Miralles en piano y dirección artística, David Palau en guitarra, Ursula Amargós en viola y voz, Más Kitflus en teclados, en la batería Vicente Climent, Rai Ferrer en el contrabajo, y en los vientos Juan Miguel Sagaste.

La recorrida del repertorio incluyó temas de casi todos sus discos, entre ellos, algún tema de su gran amigo Alberto Cortés.

El artista nacido en la ciudad española de Barcelona dejó todo sobre el escenario, no solo su voz en las canciones, sino su voz hablando de las historias de algunas canciones. Así fue que nos contó que su madre era ama de casa y aparte del duro trabajo de criar a sus hijos, para ayudar un poco más económicamente en la casa, confeccionaba pijamas. Y cantaba una canción de cuna. Y esa canción de cuna u otra, se hizo canción. Canción que ahora forma parte de su gira ‘El vicio de cantar’.

También nos habló de la vida, de esos amigos que formaron parte de su carrera y hoy ya no están, de lo fugaces que somos y de como la obra queda, y de como el arte trasciende a la muerte. Nos habló de Miguel Hernández, dramaturgo y poeta nacido en Orihuela, de su prisión, la censura y la muerte joven. Y así comenzó a cantar ‘Para la libertad’.

Luego llegó el piano para hacer ‘Aquellas pequeñas cosas’. A esa altura de la noche, del hombro de Joan Manuel ya colgaba una guitarra española.

Avanzaba la velada. Inexorablemente, la noche cálida de Montevideo se aprestaba para escuchar sus éxitos más conocidos. Y sabríamos todos que el final se acercaba.

Canciones como ‘Mediterráneo’, ‘Cantares’, ‘Esos locos bajitos’ o ‘Penélope’, quedaran impresos en los recuerdos y en los ojos brillosos de aquellas miles de personas que coreaban esos himnos de la música en español.

Serrat de a poco se iba. Siendo él, desde aquel lejano 1967 cuando editó su disco  ‘Ara que Tina vint anys’, su primer trabajo discográfico. El primero de más de 30 discos. Algunos en catalán, otros en español, otros en colaboración con diversos artistas hispanoamericanos.

Y Nano siempre fue Nano. Un hombre comprometido. Un hombre que nos hizo pensar. Que luchó con letras contra la injusticia. Un hombre que no se calló frente al poder de turno. Ese poder franquista que intentó censurarlo. Que lo obligó al exilio.

Joan Manuel no es solo un músico. Es una especie de héroe y filósofo. De héroe crítico. Un héroe sin capa pero con poderes. El poder de una letra de canción, de una historia bien contada. Sus armas: su voz, su guitarra y sus manos que rasguean melodías melancólicas y tristes. Pero que también sabe de canciones llenas de amor y alegría. Y esa alegría, esa voz llena de colores, cerró el concierto con el tema ‘Fiesta’. Cuál sino. Cuál otro.

Las almas conmocionadas se pararon de sus asientos y lo ovacionaron una vez mas como nunca. O como siempre. Porque el cariño del público siempre fue un abrazo fraterno que Nano se llevó en cada una de sus presentaciones.

Serrat nos dejaba. Las luces del estadio se encendían. Y las del escenario se iban apagando. De pronto un gran silencio que duró algunos efímeros segundos nos hacía caer en la realidad. La magia del show había terminado.

El Estadio Centenario se comenzaba a vaciar. El cemento era una vez más testigo de un hecho épico. Esa noche será imborrable. Pasará a formar parte de las anécdotas que contaremos a nuestros hijos o nietos.

Yo estuve el día que Joan Manuel Serrat tocó por última vez en Uruguay. Estuve ahí.

Gracias por tu arte. ¡Hasta siempre!